No nos engañemos, por mucho que simpaticemos con un personaje tarde o temprano caeremos en la cuenta de una serie de taras que lastrarán de forma definitiva la consecución de los objetivos marcados, del mismo modo que es poco probable que un pigmeo supere el record mundial de salto de altura, a nuestro personaje le fue del todo imposible adentrarse en el paraíso de las estrellas, ni sus facciones, ni su diminuta estatura se lo permitían.
Apartado del olimpo, mutó en ese actor de carácter que dio vida, mejor que nadie, a aduladores trémulos, tímidos irreparables y a entrañables calzonazos rehenes de una sociedad que los subyuga. De nada le sirvió interpretar brillantemente a hombres de negocio difíciles de uña, profesores autocráticos, severos fiscales y, al menos, a un espía Nazi…
Nunca ascendió a la primera división del cine, ni siquiera militó en segunda, tuvo que resignarse a jugar en la tercera división hollywodiense; aquella que disputan los denominados actores de carácter o de reparto. Pero, a diferencia de la mayoría, asumió su papel con la habilidad y grandeza interpretativas suficientes para convertirse en un actor omnipresente, de los pocos cuya imagen está solidamente tatuada en nuestro recuerdo.
¿Cuántas veces, al abrigo de unas copas, surgiría una conversación similar a la que sigue?
-Ayer vi: ¡Vive como quieras! Por cierto, actuaba junto a James Stewart y Lionel Barrymore, un actor bajito, calvo, si hombre… ¿no sabes?
- Ya sé quien dices, uno pelado, bajo, que sale en “todas” con visera
-Efectivamente, el mismo…
Ese actor diminuto y bonachón que muchos tenemos grabado en nuestra retina, aunque pocas veces acertemos a pronunciar su nombre, no es otro que el inigualable Donald Meek.
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